Carlos Barranco R.
Para muchos niños y jóvenes -y lamentablemente también para muchos profesores- el acto de ir a la escuela es un penoso sacrificio que simplemente hay qué cumplir. Gran número de estudiantes van a clases nada mas porque sus padres los envían, o porque tal es la costumbre impuesta por la sociedad. Y no son pocos los maestros que van a su trabajo por una sola razón: el día de pago.
Es doloroso que esta sea una realidad en una gran cantidad de casos, porque un establecimiento educativo, cualquiera que sea, desde el jardín de niños hasta el último grado de la universidad, desde la más humilde escuelita de una aldea perdida en la geografía rural, hasta el colegio mas caro y exclusivo de la ciudad, es una de las más bellas comunidades humanas que uno se puede imaginar. Allí se reúne un grupo de personas con la elevada misión de cumplir la noble y hermosa tarea de enseñar y de aprender.
Unos pocos exponentes de una generación transmitiendo a muchos representantes de otra generación, las experiencias y los conocimientos acumulados por todas las generaciones anteriores, y preparándola de esa suerte para que se preserve, se aumente y se mejore ese caudal invaluable.
Viendo así el acto docente, se debe visualizar al buen maestro como alguien que toma lo mejor del pasado y lo convierte en promesa de futuro. La tarea del maestro, si la realiza bien, está destinada a perdurar para bien de la humanidad. Ser maestro entonces no es solo una profesión, es un hermoso privilegio. Es, tal y como dijera el Apóstol, una manera de hacerse Creador.
Pero, ocurre y lamentablemente con demasiada frecuencia por desgracia, que se nos ha querido hacer creer que la enseñanza es solamente una técnica y sinceramente, no lo es. Enseñar debe ser un arte, no una ciencia.
Las herramientas que al maestro le confiere la didáctica pueden ayudarlo a informar, pero no le servirán para formar. Y aunque muchos maestros lo olviden y algunos mas no lo sepan con total claridad, en formar seres humanos consiste fundamentalmente la educación: no en lograr que el educando medio memorice los datos que olvidará al día siguiente del examen, sino en contagiarle el amor al conocimiento y el entusiasmo por saber.
Cuando como maestros amamos la materia que impartimos, y en tal virtud transmitimos ese nuestro amor a nuestros estudiantes, seguramente que ellos seguirán aprendiendo por el resto de su vida y nosotros seguiremos acompañándolos todavía muchos años después de que salieron de la escuela.
La enseñanza de cualquier materia, por difícil que sea, puede transformarse en una clase amena e interesante, si el maestro ama su asignatura y la conoce; si siente afecto, preocupación sincera y cariño verdadero por sus alumnos… si no ve su trabajo sólo como algo que le procurará la satisfacción de sus necesidades vitales, ni como una manera de ejercicio de prestigio o de poder, sino como una obra de profundo contenido humano.
No desvirtuemos la grandeza de nuestra dignísima profesión. Seamos maestros verdaderos. De tal manera, asistir a la escuela no será ni una obligación ni un sacrificio, sino la satisfacción de las mas elevadas aspiraciones para nuestros alumnos... y para nosotros...!